Héctor Ranea



Sobre la obstinación de los sobres

Cada diez años, más o menos, nos encontramos con Carlos. Hace años fue en el Teatro San Martín, cuando él podía ir al centro y yo a Buenos Aires. Ahora los encuentros son más o menos frecuentes, pero por Internet. Lo descabellado es que siempre son a través de episódicas visiones alucinadas. Por ejemplo, esta vez, leyendo una revista de Ciencia de Materiales, de la que sólo por casualidad llegó a mis manos un número, me encuentro con un artículo suyo sobre conversaciones con Roberto Aizenberg - cuando la ocupación de Barbarito, vista desde la ortodoxia, lo excluiría de la posible lista de colaboradores habituales de tal publicación-. (1)

Al fin, estamos acostumbrados, Carlos y yo, a esos encuentros. Y ahora me llegó su libro de 1998, regalado, como siempre. Lo envió dos veces, porque es cosa sabida que el Correo en nuestro país es exigente y necesita de confirmaciones del deseo de que un libro de poesía sea leído. No viaja en ese sobre un material desierto ni prolijas palabras, sino un peligroso acento de pensamientos y pasiones que el Correo teme distribuir sin consentimiento de partes tan disímiles como el lector, el autor, los constructores de avenidas, los taladores de árboles y un heladero que pasa todos los días de verano frente a mi casa... En fin.

Era un sábado de primavera -y aunque el sobre se negó a dejar el libro y hube de luchar largamente contra su tenaz defensa del precioso objeto custodiado- pude, finalmente, ccomenzar a leerlo. Recuerdo que puse un disco con música de Chico Buarque, pero los poemas de ambos se me entremezclaban y se interferían, de modo que silencié en mi fuero íntimo a Buarque y pude lanzarme a La luz y alguna cosa... Demás está decir -Carlos puede confirmar esto, si alguien lo encuentra- que al ser mi especialidad y obsesión la luz (2), y al ser Klee uno de mis pintores modernos favoritos (vengo de pasearme una exposición suya) me siento en mi sillón a escuchar la voz de Carlos sobre un tema que me resulta a la vez familiar y laberíntico.

Entonces, como es mi costumbre (y me avergüenza reconocerlo) comienzo el libro por el primer poema y continúo ricercando sin seguir las pistas dadas en el texto; hago una lectura oblicúa, desordenada y pasmada de tanta lúcida belleza y a la vez de tanta lúcida lectura de lo ominoso. Es así que el primer poema todavía me resuena en el corredor de los ecos de la memoria reciete, cuando me fascina pero a la vez me oprime la garganta como si de mí quisiera escapar ese grito que con puro (digo puro y ahí se debería entender qué significa la palabra puro) dolor que se detiene en esas formas extrañas que adoptan a veces los poemas. En este caso de Carlos. El poema es breve, lo tengo frente a mí en las páginas pares y lo abandono . Entonces se me estanca el propio poema en las aguas de la primera palabra. Mientras pienso en él, busco en el libro. Esta búsqueda es más minuciosa. Intento leer todas las palabras y no sólo en las páginas pares. Comienzo por el primer poema y vuelvo a quedar aprisionado en esa carne vitrificada que lastima a un niño. Me vuelvo halcón peregrino y vuelo al mar, a las barrancas en las que jugaba cuando niño y salto de allí a las desoladas muertes y me desconsuelo como las cosas que no debe un niño... Y es, debo decirlo, como un seco golpe en la espalda. Retomo la senda por la última parte: el núcleo de la luz, de donde nacen las estrellas, las eternas, las mutables, las oscuras. Porque hay estrellas que sorben y en ese fenómeno dejan sin luz a los escenarios, coorompen los frutos de los Caravaggio que no presentan más que copias del maestro. No es grave, sólo que no todos queremos llegar y eso duele. El clavo en la boca me hace navegar por otros tifones, por los vendavales de Biagioni (3), los locos caballos allá en el Sur... Pero ese poema....el del niño: no está.

Voy a la primera parte, ya preocupado. Leo otra vez el primer poema y vuelvo a sentir que el niño ve la mano y grita al tocar el canto de vidrio de esa sangre y carne despedazada... ¿Será este el poema? No. Recuerdo muy bien lo del hombre con asma, me digo racionalmente.

Ahora bien, surge el geómetra desde adentro de mí, es posible -dado el extremo probabilístico que une a Carlos y a vos (o sea, yo)-, no sería raro que -dadas tus memorias, tus eventos íntimos, tu juventud y tu niñez-, ese poema haya surgido dentro de vos para continuar la ominosa sensación que deja el primero y poder relajar esa tensión inmensa del segundo. Pero yo insisto en buscar el poema del niño aterrorizado. Es que me recuerda cada vez más a Mahler y lo que en mí evoca a Mahler es señal de que me hace sintonizar con una naturaleza recóndita y a la vez familiar. El niño dolorido, lastimado, muerto. La sangre convertida en arena, vidrio molido, sales.

Tal vez, digo hacia dentro, el sobre no ha dejado salir esta hoja más que por error y la ha vuelto a engullir. Es que, me estremezco, un episodio como ése no se le puede confiar a cualquier lector y el sobre tal vez lo sabe y no permite que encuentre el poema nuevamente. Ya una vez se quedó con todo el libro. Ahora sólo ha logrado quedarse con un poema.

Entonces busco el sobre. Está ahí tirado, hecho jirones. La hoja del libro no está adentro, como un primer examen lo sugiere, pero no puedo estar seguro porque el sobre no está completo. restan algunos pedazos faltantes que me encargo de reconstruir, por dentro por fuera. Luego de que he hecho eso, compruebo que el sobre no esconde esa hoja. Vuelvo al libro; el poema -me digo con convicción deportiva- debe estar adentro, no ha tenido otra oportunidad de escaparse...

Me disperso en los mares de la segunda parte. Tampoco puedo hallar al niño y comienzo yo mismo a armar ese poema con mi frágil memoria. Construyo primero una crepitante fogata, luego decido que no, que era un fuego menos confortable, tal vez de otra era, cuando los niños éramos unos invitados ocasionales a cuentos de... pero es difícil nombrarlo, no existen aún las palabras...¿será esto lo que me oculta el poema? ¿lo que no me lo deja ver? Al no tener palabras, me quedo sin la luz y las otras cosas, me quedo en las penumbras del conocimiento en ciernes, me dejo llevar y entonces pierdo mi dirección. Tal vez sí. Tal vez sea eso y me desespere sólo por una hoja que seguramente volverá, como vuelve la memoria a Proust. Reconstruyo en parte el poema con la memoria de haberle hecho una lectura subjetiva; rescato palabras, las voces aludidas, la ciénaga del espanto que se fosforece en la mirada anterior; pero el poema (que ya saboreo como propio aunque expropiado) no puede surgir. Es como un manantial con profundas raíces en la misma roca, que se vierte en una demenuzada boca que no puede circunscribirse.


De pronto está allí. El poema ha retornado al libro y yo al sofá y la música a la complicidad. Conjeturo pues, tratándose de Carlos, que es capaz que ambos recordamos tantas cosas comunes que tal vez sea eso lo que nos atrajo de Aizenberg, o del Teatro San Martín, o de Internet. Sabemos que allí están, en la intrincada red de recuerdos: los amigos, los poetas, las infancias desemparadas retratadas en un desesperado instante.

Desde entonces, cada vez que cierro ese libro de Carlos Barbarito, verifico que el poema esté allí, que no se me haya escapado otra vez y me desenvuelva esos paquetes de recuerdo que tiemblan de miedo en las cajas de mudanzas, los cofres de los capitanes pintados, las artimañas que tienen los futuros posibles para interferir a los pasados ominosos y relampaguear con furia de flores iracundas en esa especie de paz que parece ser el presente.

Héctor Ranea (inédito, 1 de noviembre de 1998)

(1) En la Revista Materiales, por entonces, se publicó un adelanto del libro Roberto Aizenberg. Diálogos con Carlos Barbarito.

(2) El autor de este texto es óptico cuántico.

(3) Amelia Biagoni, poeta argentina.

Reactiones:
libro de visitas o Carlos Barbarito



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