Carlos Barbarito






LAUTREAMONT

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Isidore-Lucien Ducasse falleció en noviembre de 1870, a los 24 años. Poco antes, había hecho imprimir la edición completa de sus Cantos de Maldoror, una mínima tirada de 10 ejemplares que el editor, Albert Lacroix, de Bruselas, consintió en hacer ante el ruego del autor, temeroso del escándalo que podía producir semejante literatura. De todos modos, Ducasse ya no parecía a esa altura muy interesado en ese libro cuyo primer canto había publicado dos años antes, sin mención de autor. Ducasse pagó el costo de la impresión. En la casi invisible edición belga aparece el seudónimo de Conde de Lautréamont. La obra, ahora considerada hito fundamental de la historia de la poesía moderna, no alcanza en su momento notoriedad alguna.

La anonimia en la edición parcial y el seudónimo en la edición completa, la escasa tirada de una y la escasísima de la otra, más la falta de datos biográficos y, durante mucho tiempo, hasta de un retrato del autor, hizo de Lautréamont un misterio que, durante décadas, muchos intentaron resolver a través de una imaginación con frecuencia desenfrenada. Así, León Bloy dice que Lautréamont es el autor de un libro monstruoso -en obvia referencia a los Cantos-, lava líquida, algo insensato, negro y devorador; luego agrega que este alienado, deplorable, el más desgarrante de los alienados murió en una celda para locos furiosos... Afirmación nacida sólo de la acalorada mente de Bloy ya que Ducasse-Lautréamont murió en su domicilio de la calle Faubourg 7, en París, y, según uno de sus editores, su locura se limitaba a leer mucho, hacer largas caminatas al borde del Sena, beber mucho café y tocar el piano para enojo de los vecinos.

(Abro un paréntesis. Luego de leer una reproducción del certificado de defunción, en el que no se dan las causas del deceso, me viene una sospecha. A riesgo de pasar a integrar la larga lista de los cerebros acalorados, tal vez haya una pista en un testimonio de uno de sus condiscípulos en el Liceo de Pau, Paul Lespés: A menudo se me quejó de dolorosas jaquecas que, según él mismo lo reconoció, no dejaban de influir sobre su espíritu y carácter. En los días de gran calor, los alumnos iban a bañarse en el curso de agua del Blois-Louis. Era una fiesta para Ducasse, excelente nadador. Me sería muy necesario --me dijo un día- refrescar más a menudo en esa agua de fuente mi cerebro enfermo. No hace mucho, un amigo físico y crítico de arte, Héctor Ranea, me trajo la noticia sobre un posible suicidio y hasta de un asesinato.)

Hacia 1890 las ediciones de los Cantos se multiplicaron sin derribar el enigma. En Los raros, de 1893, Rubén Darío escribe: Escribió un libro que es único, si no existiera la prosa de Rimbaud: un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso... El propio Darío afirma que su verdadero nombre se ignora.

Pichon Riviére cuenta que, en las reuniones de los surrealistas, a Lautréamont se lo consideraba un aparecido.

La carencia hasta no hace mucho de un retrato originó una sucesión de retratos imaginarios del poeta. Hay uno de Félix Valloton, otro de Dalí, que lo representa según el método paranoico-crítico; hay un tercero de Hakim Elmekki y un cuarto, de Batlle Planas.

Las referencias sobre la vida y actos de Lautréamont es grande y muchas veces resultan contradictorias. Luis Justo, en la Nota preliminar a Poesías y cartas, transcribe algunas de ellas: Gastón Bachelard, en virtud de que Lautréamont escribió nací en los brazos de la sordera, no descarta la posibilidad de que haya sido sordo de nacimiento; Edmond Jaloux y Philippe Soupault sostienen, por un lado, que fue una novela de Sue, titulada Lautréamont, la fuente del seudónimo; Juan Larrea, por su parte, especula en torno de l´autre, el otro, amont, parte de un curso de agua que, en relación con otra parte, está más cerca de la fuente, y el transocéanico origen uruguayo (nació en Montevideo) de Ducasse y su posible destino como puente del surrealismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

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Ahora es posible hablar, con cierta certeza, de Lautréamont. Tengo ante mis ojos una fotografía suya. Su mirada es penetrante. Confirma lo que de él dijeron sus compañeros de escuela: no se trataba de una persona atractiva, más bien todo lo contrario. También, según esos testimonios, era alto y delgado, de tez pálida, tenía la espalda algo encorvada y una voz agria; pasaba horas en actitud triste y silenciosa, con los codos apoyados en el pupitre, las manos sobre la frente y los ojos fijos en un libro que no leía. Esa tristeza y silencio mutaban en vivacidad - según sus condiscípulos- cuando hablaba de países de ultramar donde se lleva una vida libre y feliz, o asistía a las clases de Gustave Hinstin, profesor de retórica, o recordaba la escena en que Edipo, conocedor de la terrible verdad, grita y se arranca los ojos.

Admiraba a Poe y Gautier. Escribía versos de ritmos extraños y pensamientos oscuros ya en el liceo. Sentía entonces adversión por la poesía latina.

En una ocasión, Hinstin, que reprochaba a Ducasse sus exageraciones de pensamiento y estilo, leyó una composición suya en clase. Alicot, uno de sus compañeros, dice al respecto: Las primeras frases, muy solemnes, al principio lo hicieron reir (a Hinstin), pero pronto se enojó. Ducasse no había cambiado de manera, sino que la había agravado singularmente. Nunca hasta entonces había dado rienda suelta a su desenfrenada imaginación. No había una sola frase cuyo pensamiento, hecho en cierto modo de imágenes acumuladas, de metáforas incomprensibles, no fuese por añadidura oscurecido por invenciones verbales y forma de estilo que no siempre respetaban la sintaxis. Hinstin, clásico puro, cuya fina crítica no deja pasar error de gusto literario alguno, creyó que se trataba de una especie de desafio lanzado a la enseñanza clásica, una broma maligna al profesor. Contrariamente a sus hábitos de indulgencia, lo castigó privándole de salida. El castigo hirió profundamente a nuestro condiscípulo; se quejó con amargura, por ese motivo, a mí a y mi amigo Georges Minvielle. Intentamos hacerle comprender que había excedido por mucho la medida.

Años después, Alicot y Minvielle recibieron por correo los Cantos. No dudaron ni por un instante que se trataba de una obra de su antiguo compañero de clases.

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Ducasse era un apasionado por la Historia Natural. Tenía un fino sentido de la observación. Interrogaba a sus compañeros sobre las costumbres de los pájaros de los Pirineos y, en especial, por sus formas de vuelo. Una vez se lo vio admirar por un largo rato a una cetoina de plumaje rojo que estaba en el parque del liceo. No resulta extraño, entonces, que en los cantos primero y quinto de su obra fundamental haya notables descripciones del vuelo de gurllas y estorninos que Ducasse había estudiado con precisión.

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El surrealismo primero y varios autores de otras corrientes del siglo XX reconocieron finalmente la importancia de la obra de Lautréamont. Blanchot afirma que los Cantos son como la sombra fabulosa, aplicada al lenguaje, de una existencia inmensa vuelta a sus orígenes.

Pero, acaso, la frase más certera le pertenezca a Barthes, para él la máxima conquista de Lautréamont ha sido la de obtener , para la literatura, el derecho a delirar.


© Carlos Barbarito,2000.


Publicado en
: 'Perro negro, No.2, Buenos Aires, agosto-setiembre de 2000

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