Es la escenificación de una paradoja, aquello que, supuestamente, anima, impulsa, otorga dinámica a la carne, ese soplo, aquí es visto de un modo radicalmente opuesto. Y no deja de tener razones para hacerlo. Hay una antigua creencia, muy difundida todavía, el diálogo con el alma -lo invisible- no tiene lugar, o casi no lo tiene, en la vida; hay que esperar la muerte para que esa conversación tenga lugar: el deudo se sitúa en el borde, en el límite, entre vida y muerte, ante el sepulcro, le habla al ausente -que de este modo recobra, de algún modo, la presencia-. Ambos, vivo y muerto, se comunican mediante el idioma del silencio, acaso más hondo e intenso que el cotidiano, el de todos los días. En la vida es el cuerpo quien se impone, se manifiesta. En la muerte ya no hay cuerpo y la instancia es otra, son otras: memoria, recuerdo, contemplación, recogimiento, ausencia que debe ser exorcisada, contacto con lo invisible, huellas, ecos, sombras. Me parece que Bárbara Trevor, en sus fotografías, se propone llegar lo más cerca posible del cuerpo, de la carne -¿qué podemos hacer ante la muerte?, me preguntó alguna vez Roberto Aizenberg- y, como lo hace cualquier viudo o huérfano en su angustia, en lugar de emular el conocido repertorio de áureas astrales de los Kirlian, se aproxima -no sin temor y temblor, como dice el Evangelio y dijo más tarde Kierkegaard- a la frontera que sólo la muerte permite traspasar (¿y en sueños?, me pregunto ahora).
Marité Malaspina recurre a dos conceptos: fusión y corpúsculo. Fusión es unión de dos elementos para configurar uno nuevo. Corpúsculo es un cuerpo muy pequeño, que en la física se designa con los nombres de positrón, electrón, fotón... En este caso se trata de cuerpos humanos que la fotógrafa representa como si de partículas elementales se tratase y, me parece, con existencia similar: en un momento que para el cosmos resulta muy breve y hasta brevísimo esos cuerpos se lanzan, o son lanzados, se mueven por túneles, chocan unos contra otros, se unen y se separan, se deshacen y vuelven a hacerse y, por último, desaparecen con estrépito y resplandor o sin el más mínimo sonido y en la oscuridad. Malaspina elige de entre los avatares el instante singular de la fusión -unión íntima, profunda- del que deriva siempre algo nuevo -imagino, y con razón, que el final de la fusión para la fotógrafa, es el del estallido y el fulgor del que, ineludiblemente, quedan indelebles huellas-. Los cuerpos-partículas, al abrazarse, al juntarse según los dictados del deseo, resplandecen, emiten chispas, fosforecen y originan algo hasta ese momento desconocido. Cada fotografía representa un momento de tantos y veloces momentos. Fija un instante irrepetible. Pero no se detiene en la sensación, en la apariencia, va más allá, más lejos. Su arte es complejo, con crecientes grados de dificultad a medida que el espectador se interna en él: urgencias, tensiones. Alguna vez leí que inventamos el erotismo porque sabemos que vamos a morir. No sólo el erotismo, la ciencia, el arte, la filosofía. Me pregunto qué sería de la vida sin la muerte. Tal vez algo liso, chato, desinflado.
Cuerpos también aparecen en
Damián Masotta. Los colores de la piel, se
denonima su serie. Me detengo en una de sus obras, en la nuca que se
retuerce y grita. Pienso en Munch, en la profusa galería expresionista
que abarca ese asunto. Aún somos contemporáneos de Die Brücke, de der
Blaue Reiter, en medio de una época que deshumaniza y disgrega. Massota
lo confirma. Sus obras podrían haber sido expuestas en el Munich de los
primeros tiempos del siglo pasado, pero no resultan por ello anacrónicas.
El artista no se contenta con presentar los cuerpos y sólo eso, los
interviene, los colorea de modo agresivo, todo en ellos es dolor y
angustia y grito. Agresividad crítica -parece ser su emblema, tal como
lo enunciaban los integrantes de la Nueva Objetividad. Agresividad del
arte ante un mundo agresivo. Crítica de un arte a un mundo que intenta
que el arte sea acrítico para que no indague en sus fallas, dobleces y
costuras. |