Carlos Barbarito



Caras de Mirta Kupferminc

Me reconozco tanto en una carta escrita para explicar el encogimiento íntimo de mi ser y la castración insensata de mi vida, como en un ensayo exterior a mí mismo, y que aparece en mí como un engendro indiferente de mi espíritu.
Antonin Artaud, El ombligo de los limbos.


Poliedro, sólido terminado por superficies planas. En un Jacopo de Barbari de 1495, donde se retrata a Luca Pacioli, hay dos poliedros: uno, colgado a la derecha, de cristal, otro, sobre la mesa, de madera. El arte de Mirta Kupferminc se me aparece como un poliedro, no de cristal - mezcla y fusión de arena silícea con potasa y minio-, de madera -firme, maciza, densa y fuerte, cuyo reservorio se sitúa bajo la corteza del árbol-. Cada cara de ese sólido de madera constituye un aspecto del quehacer de la artista. Pintora, grabadora, constructora de objetos y libros para bibliofilia, caras de un poliedro compacto, apretado, espeso, en íntima relación unas con otras.

¿Por qué de madera y no de cristal? Porque el arte de Mirta Kupferminc no me parece incoloro y transparente sino engrosado, apiñado, está elaborado con lo que permanece oculto debajo de la cáscara, la corteza. Ojalá fuese posible un arte amable – siento que dice la artista -, un arte cristalino, capaz de reflejar múltiples y permanentes colores. Pero eso no le es, todavía, posible. Un ojo suyo está puesto en el pasado, cuyo paradigma es el Ghetto de Lodz, en Polonia, con sus fantasmas y, entre ellos, el de Daniel Kupferminc; el otro en un presente que, una y otra vez, se obstina en repetirlo.

Un lugar privilegiado en el imaginario de la artista es Praga, la ciudad donde transitó el Golem, donde nacieron Franz Kafka y Rainer Maria Rilke. La ciudad de las cien cúpulas, compuesta por callejuelas de trazado irregular, en la que se destacan el castillo de Hradcany, la catedral gótica de San Vito, las iglesias barrocas de San Nicolás, la sinagoga vieja y el antiguo cementerio judío en la Staré Mesto, es el escenario donde la artista sitúa el perfil del Golem que sólo es posible, en medio del trazado urbano, descubrir mediante un espejo. Nunca estuve en Praga - de ella sólo conservo una piedra que unos amigos trajeron desde allí-, pero sé más de Praga que de otros lugares en que sí estuve, sé de una Praga mística, secreta, construida con armagasas de sueños, de imaginaciones. Esta otra Praga es la de Mirta Kupferminc. Una ciudad invisible, pero presente, debajo de la urbe visible, en la que la creación del rabino Juda Low –que turbó la imaginación de Borges, entre muchos otros- vuelve a corporizarse cada treinta y tres años.

En su procura de mundos paralelos (¿acaso para rebatir la prepotencia de este mundo?, ¿para salirse de él por la única vía de huida posible?, ¿para encontrar refugio en otra parte?, ¿para exorcisarlo?), Kupferminc hace uso de una técnica imprevista: la anamorfosis. Fue López Anaya quien me habló de un libro de Jurgis Baltrusaitis. sobre el tema –me contó- y entonces supe de un recurso del arte del siglo XV en adelante . Algunos ejemplos de ello son el Retrato del príncipe Eduardo VI de Inglaterra y un cuadro de Hans Holbein, Los embajadores. Da Vinci lo describe en sus anotaciones aunque el término anamorfosis se acuña dos siglos después. Eduardo Sánchez Alonso así lo define: la anamorfosis consiste en una representación deformada de la realidad, una representación intencionadamente deformada que nos obliga a contemplar la obra en una determinada posición. Esta posición es siempre lateral y muy forzada para poder realizar visualmente la corrección de la deformación anamórfica. Como ejemplo habla del retrato de Eduardo VI, un óleo sobre tabla, obra de William Scrots: se observa que el paisaje del fondo está realizado en su vista normal pero el medallón central con el busto del príncipe se ha deformado alargándolo hacia la izquierda. Para realizar la corrección óptica debe verse el cuadro desde el lateral derecho, casi de perfil, con lo que el medallón aparece completamente circular y el rostro del príncipe "adquiere" sus proporciones reales. En la ilustración acortada que aparece abajo va el busto correcto, no así el medallón, ya que únicamente se ha procedido a reducir la anchura del original, manteniendo su altura.

Numerosas obras de Kupferminc deben ser vistas con un espejo u otra superficie metálica. De ese modo, lo que a primera vista aparece confuso deja de serlo. Esto implica una participación activa por parte del espectador. En La coctelera, óleo sobre madera (mesa), de 1998 es precisamente ese recipiente lo que torna visible la imagen distorsionada pintada en la madera. En Beso a escondidas, óleo sobre tela, de 1998, los pliegues del pantalón de un personaje “esconden” la imagen de un hombre y una mujer que se besan. En El zorzal brilla en metal, óleo sobre madera (silla), de 1994, la anamorfosis es del rostro de Carlos Gardel. En La leche que toma el torero, óleo sobre resina sobre madera (mesa), el espejo nos devuelve la imagen de un toro que, a simple vista, es apenas una mancha de leche derramada de una lechera que está sobre la mesa. En Retrato de mi madre con retrato anamórfico de mi padre, óleo sobre tela, de 1998, en el ángulo superior derecho aparece, siempre con ayuda del espejo, el rostro del padre de la artista. Antes se hizo referencia al Golem, tratado con la misma técnica. No se trata de un mero juego, se trata de una aproximación a un orbe secreto, escondido, como los que encierran los números en la Cábala.

Sillas, mesas. Mirta Kupferminc me contó que siempre está tras esos muebles, pero cuanto están rotos, cuando son declarados, por los otros, inútiles. Es decir, cuando registran las huellas del tiempo o del maltrato y son abandonados en la calle, en algún baldío. Incluso, en alguna oportunidad, tuvo cierta discusión con un recolector de cosas viejas que acabó con una mezcla de resignación y caballerosidad de este último. Kupferminc interviene esos muebles, los transforma, los sitúa en otro plano. Les devuelve la dignidad, sí, pero, también y sobre todo, los traslada de lo que llamamos la realidad a lo que llamamos lo imaginario por el estrecho pasadizo que los comunica. Es difícil no sentir emoción ante lo que, salvado de su destino de trasto, de desecho, es centro de irradiación de secretos, de luces, de saberes, de dudas. Incluso, en una obra extraordinaria, La naturaleza imita al arte, frase de Oscar Wilde, un Archimboldo, Invierno, de 1563, comparte un lugar con una raíz tal y como fue encontrada, cuya disposición es semejante a la que el pintor del siglo XVI dispusiera a modo de cabellera en el personaje que representa la estación.


Hay en algunos grabados de Kupferminc otros secretos, además de los ya comentados. En la serie de los naipes y del joker fragmentos de las obras pueden ser vistos como otras obras, con nuevos títulos. El joker, aguafuerte/aguatinta, de 1983, puede ser dividido en dos, El joker entrega el corazón y El joker no tiene dama, y cada una de estas obras adquieren entidad y autonomía lejos de la “matriz” en la que estaban. Dice Julio Sapollnik que, de ese modo, las obras dejan de tener un arriba y un abajo, la composición encuentra orden sólo en el piso en damero sobre el que se apoyan las figuras y las cosas. En apariencia esta serie no tiene vínculo con otras, como la de Ahora Babel, infiernos o paraísos y Un mundo feliz. Pero no es así, de nuevo caras estrechamente relacionadas, diversos aspectos de un mismo asunto, la soledad, la incomunicación, el eterno deambular, el no poder llegar a parte alguna, el deseo de alcanzar una respuesta, una llave. Acaso los pequeños objetos dorados que componen Un mundo feliz, en directa referencia al libro de Aldous Huxley, con su carga de memoria de infancia -sometidos a la intervención de la artista- signifiquen, más que la nostalgia por una supuesta Edad de Oro, representada por la niñez, un ansia por alcanzarla, asunto muy caro a la cultura judía desde su salida de Egipto: lo prometido está adelante - su busca significa ni más ni menos que la historia-. Dice la artista al respecto: En esta serie me propuse preservar valores muy queridos para nuestra cultura y que está en riesgo de extinción. Esta preservación es casi museológica. El uso del dorado es para simbolizar algo muy valioso.


© Carlos Barbarito Muñíz, Argentina, 3 de marzo, 2002

Publicado en: Agulha, revista de cultura # 38 - fortaleza, são paulo - abril de 2004

Reactiones: Carlos Barbarito.


busca en esta página

powered by FreeFind


Para recibir notificación de nuevos poemas y textos en este sitio, suscríbase a nuestro boletín de noticia enviandonos un mensaje de correo electrónico con la mención 'boletín de noticias'